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martes, 12 de mayo de 2009

Teresa


De los momentos amargos que he pasado estos 15 años en la calle, los peores sin duda han sido escuchar las confesiones de las mujeres indigentes.
Conocí a Teresa en la Plaça de Berenguer el Gran; donde debajo de las arcadas de los laterales de la catedral de Barcelona, yo pasaba algunas noches cuando el frio en los bosques de Collserola se me hacía insoportable.
La historia de Teresa no era muy diferente; pero, era la serenidad ante la vida con una sola finalidad, lo que me fascinaba de ella. Culta y muy inteligente se había casado con un hombre de excelentes cualidades que la amaba apasionadamente. Pero un dia se cruzó en su vida otro hombre; un vividor, que a pesar de su falta de dignidad -o tal vez por eso- la deslumbró. Y aunque se dió cuenta inmediatamente de que aquel hombre era de lo mas vulgar e incompetente en todos los aspectos, al intentar volver con su esposo, éste se mostró inflexible. “Miguel -me dijo una noche- jamás he suplicado, porque no sirve de nada, pero le pedí perdón; y cuando me miró supe que nunca volvería a ver aquella mirada de cariño, que yo llegué a creer que sería eterna. Sentí que yo para el ya no existía. Me rendí”.
Era consciente constantemente de la miseria de su vida.
La habían arrancado de sus dos hijas privándole de sus besos y las caricias maternales. Los remordimientos por haber tenido que abandonar a sus hijas la consumían permanentemente. Y vivir así, tan duramente, habiendo dejado tras de sí tan viva estela de dolor y soportando el peor castigo al que se nos puede condenar a los indigentes, que es la lucidez; pocas mujeres -por su condición de madres- pueden lograrlo.
Quería, necesitaba angustiosamente recuperar a sus hijas. Odiaba al alcohol, pero -como todos- al intentar dejarlo había fracasado miles de veces. Creía, que era tan desesperado su deseo de volver a besar y abrazar a sus hijas, que por esta razón, tendría fuerzas suficientes para dejar el alcohol.
Ya recostados en nuestros respectivos cartones, a esa hora de la noche en que el tráfico ya va disminuyendo y los escasos y furtivos transeúntes son la última presencia humana, antes de dormirse, con sus ojos secos de lágrimas como estanques helados, me juró mil veces que a la mañana siguiente iba definitivamente a dejar de beber para recuperar el amor de sus hijas.
¿Iba yo a decirle -que lo había intentado mil veces- que jamás los sentimientos someterán al alcohol, ya que éste es el absoluto dueño y señor de transformarnos los sentimientos?
Si eso, ella hacía años que ya lo sabía.
Yo, hacía horas que estaba despierto y la contemplaba dormir. En su rostro desollado tenía la expresión de las personas que sufren hasta cuando están dormidas. Se había quedado dormida repitiendo como una letanía: “Por mis hijas mañana dejo de beber…por mis hijas mañana dejo de beber…”
Pero a la mañana siguiente, cuando la despertó el sonido de las campanas de la catedral lo primero que vieron sus ojos fué la botella de vino. Y quise creer que con el leve movimiento de sus hombros y una rígida sonrisa que asemejaba una cicatriz, se disculpaba y al mismo tiempo me suplicaba comprensión.
Porque ella sabía, que en sus ojos, yo veía pasar evidentes como alaridos, las imagenes de su tragedia: Que ella era consciente de que desde que se rompió su vida habían transcurrido veinte años.

Visto en el Blog de Miguel

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