Había dos monjes que estudiaban en un seminario y a los dos les encantaba fumar. Su problema era: “¿Puedo fumar cuando estoy orando?”. No podían llegar a un acuerdo, de modo que cada uno de ellos acudió a consultar a su superior. Tiempo después se volvieron a reunir, y un monje le preguntó al otro si su abad le había dicho que podía fumar.
- No, me regañó mucho por el mero hecho de mencionarlo. ¿Qué te dijo tu abad?
- Mi abad estuvo encantado conmigo. Me dijo que no había problema. Pero, ¿qué le preguntaste a tu abad?
- Le pregunté si podía fumar mientras rezaba.
-Bueno, ya lo tienes. Yo le pregunté: “¿Puedo rezar mientras fumo?”.
Un mismo problema cambia según como lo mires. Otro ejemplo, otro cuentecito Zen:
El rey soñó que se habían caído todas las hojas de su árbol favorito, y que éste se había quedado desnudo. Mandó llamar a su interpretador de sueños, que le dijo: “Majestad, éste es un sueño terrible. Significa que vais a perder a todos vuestros parientes”. El intérprete de sueños fue encerrado en una mazmorra. Otra noche volvió a tener el mismo sueño y mandó llamar a otro intérprete de sueños. Éste le dijo: “Majestad, es un sueño estupendo. ¡Vais a sobrevivir a todos vuestros parientes!”.
¡Todo depende del color del cristal con que se mira!
A veces, preocupados por lo que pueda pasar, nos perdemos la vivencia de un buen momento presente. Esto es ilustrado en este otro cuento:
Un hombre viajando a través de un campo se encontró con un tigre. Huyó corriendo, mientras el tigre corría tras de él pisándole los talones. Llegando a un precipicio, se agarró de la raíz de una enredadera salvaje y se deslizó por el borde. El tigre lo olfateaba desde arriba. Temblando, el hombre miró hacia el fondo del precipicio, donde otro tigre esperaba ávido su caída para comérselo. Sólo la enredadera lo sostenía. Dos ratones, uno blanco y otro negro, empezaron a roer la enredadera. El hombre vio una deliciosa fresa cerca de él. Agarrándose de la enredadera con una mano, alcanzó la fresa con la otra. ¡Qué dulce sabía!...
¡Eso es vivir el momento y olvidarse de “paranoias” jejeje! Total, lo que tenga que pasar, pasará, pero eso no impide que disfrutemos cada momento y lo vivamos con intensidad. ¡Y las fresas silvestres están buenísimas!
Un granjero vivía en una pequeña y pobre aldea. Sus vecinos le consideraban afortunado porque tenía un caballo con el que podía arar su campo. Un día el caballo se escapó a las montañas. Al enterarse los vecinos acudieron a consolar al granjero por su pérdida. "Qué mala suerte", le decían. El granjero les respondía: “mala suerte, buena suerte, quién sabe”.
Unos días más tarde el caballo regresó trayendo consigo varios caballos salvajes. Los vecinos fueron a casa del granjero, esta vez a felicitarle por su buena suerte. “Buena suerte, mala suerte, quién sabe”, contestó el granjero.
El hijo del granjero intentó domar a uno de los caballos salvajes pero se cayó y se rompió una pierna. Otra vez, los vecinos se lamentaban de la mala suerte del granjero y otra vez el anciano granjero les contestó: “Buena suerte, mala suerte, quién sabe”.
Días más tarde aparecieron en el pueblo los oficiales de reclutamiento para llevarse a los jóvenes al ejército. El hijo del granjero fue rechazado por tener la pierna rota. Los aldeanos, ¡cómo no!, comentaban la buena suerte del granjero y cómo no, el granjero les dijo: “Buena suerte, mala suerte, ¿quien sabe?”.
El maestro zen Hakuin era conocido entre sus vecinos como aquel que llevaba una vida pura.
Una jovencita japonesa muy atractiva, cuyos padres regentaban una tienda de comidas, vivía cerca de su casa. Una mañana, repentinamente, los padres descubrieron con espanto que la muchacha estaba embarazada.
Esto puso a los tenderos fuera de sí. La joven, al principio, se negaba a delatar al padre de la criatura, pero después de mucho hostigarla y amenazarla acabó dando el nombre de Hakuin.
Muy irritados, los padres fueron en busca del maestro. “¿Es así?”, fue todo lo que él dijo.
Al nacer el niño, lo llevaron a casa de Hakuin para que se hiciese cargo de él. Por entonces Hakuin había perdido ya toda su reputación, lo cual no le preocupaba mucho, pero en cualquier caso no faltaron atenciones en la crianza del niño. Los vecinos daban a Hakuin leche y cualquier otra cosa que el pequeño necesitase.
Pasó un año, y la joven madre, no pudiendo resistir más, confesó a sus padres la verdad: que el auténtico padre del niño era un hombre joven que trabajaba en la pescadería.
La madre y el padre fueron en seguida a casa de Hakuin para pedirle perdón. Después de haberse deshecho en disculpas, le rogaron que les devolviese el niño.
Hakuin no puso ninguna objeción. Al entregarles el pequeño, todo lo que dijo fue: “Es así?”.
Tanzan y Ekido eran dos monjes que caminaban juntos por un sendero lleno de barro. Llovía persistentemente. Al doblar un recodo se encontraron de frente con una hermosa joven vestida con un quimono de seda, la cual no se atrevía a cruzar el camino por miedo a mancharse.
“Ven aquí, muchacha”, dijo Tanzan; y tomándola en sus brazos, pasó limpiamente al otro lado a través del barro.
Ekido no dijo una sola palabra. Al caer la noche, los dos amigos encontraron alojamiento en un monasterio. Entonces Ekido no pudo contenerse más. “Se supone que nosotros los monjes debemos mantenernos alejados de las mujeres”, recriminó a Tanzan, “especialmente si son jóvenes y bonitas. No hacerlo así es peligroso. ¿Cómo pudiste llevar a aquella muchacha entre tus brazos?”.
“Dejé a la chica en el camino”, replicó Tanzan. “¿Aún sigues llevándola?”.
El siguiente cuento es gracioso:
Con tal que proponga a sus moradores, y lo gane, un debate sobre cualquier aspecto del budismo, todo monje vagabundo tiene derecho a quedarse en un monasterio zen. Si, por el contrario, sale derrotado, deberá marcharse.
Dos hermanos, ambos monjes, vivían solos en un monasterio en el norte del Japón. El hermano mayor era muy docto, mientras que el pequeño era estúpido y le faltaba un ojo.
Un monje vagabundo llegó cierto día al monasterio en busca de alojamiento. Según la costumbre, desafió a los hermanos a entablar una discusión sobre la sublime enseñanza. El mayor, que se encontraba bastante cansado de tanto estudiar, pidió al más joven que ocupara su puesto. “Ve y arréglatelas para que el diálogo se haga en silencio”, le aconsejó, pues conocía su escasa habilidad con las palabras.
El joven monje y el recién llegado se dirigieron al oratorio y tomaron asiento.
Poco después, el forastero llegaba corriendo hasta el lugar donde se encontraba el hermano mayor. “Puedes sentirte satisfecho”, le dijo. “Tu joven hermano es un eminente budista. Me ha derrotado”.
“Cuéntame cómo se desarrolló el diálogo”, le rogó el hermano mayor.
“Al sentarnos”, explicó el viajero, “yo levanté un dedo, representando al Buda, el Iluminado. Él replicó levantando dos dedos, dando a entender que una cosa era el Buda y otra sus enseñanzas. Tras lo cual yo alcé tres dedos, simbolizando al Buda, sus enseñanzas y sus seguidores, llevando una vida armoniosa. Pero él entonces me lanzó un puño a la cara, indicándome que las tres cosas proceden de una comprensión única. Fue así como me ganó, y por lo tanto yo no tengo derecho a quedarme”. Dicho esto, reemprendió su camino y se fue.
De repente apareció el hermano menor, exclamando: “¿Dónde se ha metido ese tipo?”.
“Tengo entendido que ganaste el debate”, comentó el mayor.
“No gané nada. Vengo a darle una paliza a ese monje”.
“Cuéntame cuál fue el tema de la discusión”, dijo el hermano mayor.
“¡El tema!... Pues bien: Nada más sentarnos, ese tipo levantó un dedo, insultándome al insinuar que sólo tengo un ojo. No obstante, puesto que se trataba de un forastero, pensé que era mi obligación portarme cortésmente, así que le mostré dos dedos, felicitándolo por su buena suerte, que le había permitido conservar ambos ojos. Pero entonces, el muy miserable alzó impunemente tres dedos, sugiriendo que entre él y yo no sumábamos más que tres ojos. Esto me sacó de mis casillas y empecé de darle de puñetazos, pero él logró escapar y así acabó todo”.
En fin, que una cosa son los hechos y otra lo que cada uno interprete de ellos jejeje…
Cierto día, estando Banzan paseando por el mercado, oyó por casualidad la conversación entre un carnicero y su cliente.
“Deme el mejor pedazo de carne que tenga”, decía este último.
“Todo lo que hay en mi tienda es lo mejor”, replicaba el carnicero. “No hallará aquí ninguna pieza de carne que no lo sea”.
Al oír estas palabras, Banzan fue iluminado.
(Se alude a que en la Vida, lo que viene, viene… ¡y no hace falta darle más vueltas! jejeje…).
Una tarde, hallándose Shichiri Kojun recitando sutras, un ladrón entró en su casa, armado con una afilada espada, y le pidió la bolsa o la vida.
“No me distraigas”, le dijo Shichiri. “Encontrarás el dinero en ese cajón”. Y reanudó la lectura.
Poco después interrumpió la recitación y llamó al ladrón. “No lo cojas todo. Necesito algunas monedas para pagar mañana la contribución”.
El intruso metió en sus bolsillos la mayor parte del dinero y se dispuso a irse. “Da las gracias cuando recibas un regalo”, añadió Shichiri. El hombre así lo hizo, y acto seguido escapó.
Algunos días más tarde, el ladrón fue detenido y confesó, entre otros, el robo perpetrado en casa de Shichiri. Al ser requerido como testigo, declaró: “Este hombre no es un ladrón, al menos en cuanto a mí concierne. Yo le di el dinero y él me dio las gracias por ello”.
Una vez cumplida su condena en la prisión, el hombre fue a ver a Shichiri y se hizo su discípulo.
Un estudiante preguntó al maestro chino Sozan. “¿Cuál es la cosa más valiosa del mundo?”.
El maestro dijo: “La cabeza de un gato muerto”.
“¿Por qué la cabeza de un gato muerto es la cosa más valiosa del mundo?”, inquirió el estudiante.
Sozan replicó: “Porque nadie puede decir su precio”.
Los estudiantes de la escuela Tendai solían practicar la meditación mucho antes de que el zen llegase al Japón. Cuatro de estos estudiantes, amigos íntimos, se prometieron el uno al otro en cierta ocasión observar siete días de absoluto silencio.
Durante el primer día, todos permanecieron callados. Su meditación había empezado con buen pie. Pero al caer la noche, como fuera que la luz de las lámparas de aceite había empezado a palidecer, uno de los estudiantes no pudo evitar decir a un sirviente: “Recarga esas lámparas”.
Un segundo estudiante se quedó estupefacto al oír hablar al primero. “Se suponía que no íbamos a decir una palabra”, observó.
“Sois los dos unos estúpidos. ¿Por qué habéis hablado?”, preguntó un tercero.
“Yo soy el único que no digo nada”, concluyó el cuarto estudiante.
Ryokan dedicó su vida entera al estudio del zen. Un día se enteró de que su sobrino, haciendo caso omiso de las advertencias de sus familiares, estaba dilapidando su patrimonio con una cortesana. Dado que éste había ocupado el lugar de Ryokan en la dirección de los asuntos de la familia, y viendo sus propiedades en grave peligro de desaparecer del todo, los parientes pidieron a Ryokan que hiciese algo al respecto.
Un largo viaje tuvo que hacer Ryokan para visitar a su sobrino, al que hacía muchos años que no veía. Éste pareció muy contento de encontrarse de nuevo con su tío, y le invitó a pasar la noche en su casa.
Ryokan estuvo sentado en la postura de meditación hasta el alba. Cuando se disponía a partir, por la mañana, dijo a su joven pariente: “Debo de estar haciéndome viejo; me tiemblan las manos y no soy capaz de atar las correas de mis sandalias de paja. ¿Querrías ayudarme?”.
El sobrino hizo lo que se le pedía gustosamente. “Gracias”, concluyó Ryokan. “Ya ves, nos vamos haciendo más y más viejos y débiles a cada día que pasa. Cuídate mucho”. Dicho esto se marchó, sin haber mencionado una sola palabra sobre la cortesana ni sobre las quejas de los parientes. Sin embargo, desde aquella mañana, el desenfreno y las disipaciones tocaron a su fin.
Los maestros zen enseñan a sus jóvenes pupilos a expresarse por sí mismos. Dos monasterios zen, vecinos entre sí, tenían cada uno de ellos un pequeño protegido. Sucedió que uno de ellos, yendo por la mañana a comprar legumbres, se encontró con el otro en el camino.
“¿Adónde vas?”, le preguntó al verlo.
“Voy a donde mis pies me lleven”, respondió el otro.
Esto dejó confundido al primer pupilo, que fue enseguida a consultar a su maestro. “Mañana por la mañana”, le aconsejó éste, “cuando vuelvas a encontrarte con ese muchacho, repítele la pregunta que le formulaste hoy. Te responderá lo mismo, y entonces le dirás: «Supón que no tuvieses pies. ¿Adónde irías entonces?». Esto lo pondrá sin duda en un buen aprieto”.
Los dos muchachos se encontraron a la mañana siguiente.
“¿Adónde vas?”, preguntó el primero.
“Voy allá donde me lleve el viento”, respondió el otro.
Esto volvió a dejar perplejo al jovencito, que contó su fracaso a su maestro.
“La próxima vez pregúntale adónde iría si no soplase el viento”, le sugirió éste.
Al día siguiente se encontraron por tercera vez.
“¿Adónde vas?”, preguntó el primero.
“Voy al mercado a comprar legumbres”, replicó el otro.
Eran muchos los pupilos que practicaban la meditación con el maestro zen Sengai. Uno de ellos solía levantarse por la noche, escalaba el muro del monasterio y marchaba a divertirse a la ciudad.
En cierta ocasión, yendo de inspección por los dormitorios, Sengai descubrió que faltaba uno de los monjes. Encontró también el taburete del que se servía el fugitivo para escalar el muro. Sengai lo quitó entonces de su sitio y ocupó su lugar.
Cuando el monje volvió, creyendo que se apoyaba en el taburete, pisó con fuerza sobre la cabeza del maestro y saltó al patio del monasterio. Al reparar en lo que había hecho, se quedó horrorizado.
Sengai le dijo: “Hace bastante frío a estas horas. Ten cuidado, no vayas a coger un resfriado”.
Después de este incidente, el monje no volvió a salir nunca por las noches.
Antaño, hace ya muchos años, se utilizaban en el Japón cierta clase de linternas hechas de papel y bambú, con una vela en su interior. Un hombre ciego, que había ido a visitar a un amigo por la noche, recibió de éste una de esas linternas para que hiciese el camino de vuelta a casa.
“¿Para qué quiero yo una linterna?”, inquirió el ciego. “Oscuridad y luz son para mí la misma cosa”.
“Sé que no necesitas una linterna para encontrar el camino”, replicó el amigo, “pero si no la llevas, algún otro podría tropezar contigo, así que es mejor que la cojas”.
El ciego partió con la linterna de la mano, pero apenas se había alejado un corto trecho cuando chocó de frente con alguien. “¡Mira por dónde andas!”, le gritó al desconocido. “¿Es que no ves la linterna?”.
“Tu linterna se ha apagado, hermano”, respondió el hombre.
Y para terminar, unos chistes:
Un cura cristiano y un rabino estan sentados juntos en un avión, en primera clase. Se les acerca la aeromoza y les pregunta qué quieren beber. El rabino contesta:
- Yo me tomaré un martini, gracias.
- ¿Y usted?
El cura contesta indignado:
- ¡Pero cómo se atreve! ¡Antes que mancillar mi cuerpo tomando alcohol cometería adulterio!
Entonces el rabino se apresura a decir:
- ¡Eh! ¡Deje lo del martini! ¡No sabía que se podía elegir!
Un sacerdote protestante, un rabino y un cura, estaban discutiendo el modo de decidir qué parte de la colecta de dinero que cada uno realizaba tenía que ser retenida para necesidades personales y qué parte debía ser enviada a sus respectivas organizaciones.
“Yo dibujo una línea”, dijo el protestante, “sobre el suelo. Lanzo todo el dinero al aire. El que cae a la derecha me lo quedo; el que cae a la izquierda, es del Señor”.
El cura asintió con la cabeza diciendo: “Mi sistema es esencialmente el mismo, solamente que yo empleo un círculo. Lo que cae dentro es mío; lo que cae afuera es suyo”.
El rabino sonrió y dijo: “Yo hago lo mismo. Lanzo todo el dinero al aire. Lo que coja Dios, es suyo”.
Iban Jesucristo y San Pedro en una moto a 200 por hora, cuando dice San Pedro:
- ¡Mira a Lázaro! ¡¡Mira a Lázaro!!
Jesucristo acelera y lo atropella, y se bajan descostillados de la risa.
- Pensé que no lo habías visto ¡¡¡jua jua jua!!!
- juajua ja jua.....
Luego dice Jesucristo:
- Bueno, ya. Ve Lázaro, ¡levántate! ¡Lazarooo, levántate! ¡Lazaro! ¡Levántate! ¡¡LAZARO!! ¡¡QUE TE LEVANTES!! ¡¡Mierda!! Vámonos San Pedro, ¡¡que éste no es Lázaro!!
El cura del pueblo se queja sumamente enojado al rabino:
- Alguno de tus feligreses me ha robado la bicicleta.
El rabino le responde:
- ¿Y por qué crees que ha sido alguno de mis feligreses?
- ¡Qué católico le va a robar la bicicleta al cura!
- No sé. Mira, vamos a hacer lo siguiente, yo el Sábado y tú el Domingo, cuando demos el sermón, lo haremos sobre los diez mandamientos. Seguro que cuando hablemos sobre el "NO ROBARÁS" el que lo haya hecho se arrepentirá y te devolverá la bicicleta.
Así que quedan de acuerdo en hacer lo antes dicho y reencontrarse el lunes. Ese lunes, el rabino dice:
- ¿Qué, hiciste lo que pactamos?
- Sí, fue una gran idea.
- ¿Y te devolvieron la bicicleta?
- No, ¡qué va...! Pero la he recuperado de todas formas, lo que pasó es que cuando llegué al "NO FORNICARÁS" me acordé de dónde estaba la bicicleta.
En un convento...
Dice la madre superiora: “¡Ha entrado un hombre!”
Todas las monjas: - ohhhhhhh
Una: - jejejejeje
La madre superiora: “¡Ha usado un preservativo!”
Todas: - ohhhhhhh
Una: - jejejejeje
La madre superiora: “Pero estaba roto...”
Todas: - JEJEJEJEJE
Una: - OHHHHHHHHH
El último chiste ilustra cuando nos aferramos a nuestras tradiciones de tal modo que llegamos a infravalorar e incluso odiar las tradiciones diferentes:
Un recalcitrante judío anti-cristiano estaba en su lecho de muerte. Toda su familia estaba reunida a su alrededor cuando dijo: “Traedme un sacerdote”. Todos quedaron anonadados, pero su esposa le dijo a su hijo mayor: “Ve, es su último deseo. Trae un sacerdote”. Así que el hijo trajo a un sacerdote católico, que acogió al anciano en su Iglesia, le dio las últimas bendiciones y partió. El hijo mayor, con lágrimas en sus ojos, le susurró al padre: “Papá, toda tu vida nos has educado en la creencia de que la Iglesia de Roma es anti-religiosa. ¿Cómo puedes, cuando te estás muriendo, unirte a ellos? Eres judío y siempre has creído en la tradición judía. ¿Cómo puedes hacer eso en el último momento?”.
Y con su último aliento el viejo susurró: “Así muere otro de esos bastardos”.
¡Se convirtió al catolicismo para que otro católico muriera en el mundo! Es un chiste, pero la mente nos hace realizar cosas iguales de absurdas cuanto tomamos las cosas demasiado en serio jejeje
Visto en: Tabú... La cueva del demonio
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