Un gallo muy maduro,
de edad provecta, duros espolones,
pacífico y seguro,
sobre un árbol oía las razones
de un zorro muy cortés y muy atento,
más elocuente cuanto más hambriento.
«Hermano, le decía,
ya cesó entre nosotros una guerra,
que cruel repartía
sangre y plumas al viento y a la tierra;
baja; daré, para perpetuo sello,
mis amorosos brazos a tu cuello».
«Amigo de mi alma,
responde el gallo, ¡qué placer inmenso,
en deliciosa calma,
deja esta vez mi espíritu suspenso!
Allá bajo, allá voy tierno y ansioso
a gozar en tu seno mi reposo.
Pero aguarda un instante,
porque vienen, ligeros como el viento
y ya están adelante,
dos correos que llegan al momento,
de esta noticia portadores fieles,
y son, según la traza, dos lebreles.»
«Adiós, adiós, amigo,
dijo el zorro, que estoy muy ocupado;
luego hablaré contigo
para finalizar este tratado.»
El gallo se quedó lleno de gloria,
cantando en esta letra su victoria:
siempre trabaja en su daño
el astuto engañador;
a un engaño hay otro engaño
a un pícaro otro mayor.
Félix María Samaniego
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